¿Juzgamos o acompañamos?

      A continuación transcribo un relato tomado del libro Barrio Capitalino, escrito por José Peréz Chowell en 1981. El texto, una microhistoria de Gudelia y Paciano, permite una breve reflexión sobre el actuar de un católico frente al sentir del prójimo ¿Cómo acercarse al corazón del otro? ¿Juzgándolo desde la realidad que asimilo o acompañándolo en su dolor?  

Saco antiguo de color café, y pantalón negro (Ay, Virgencita, también quiero pedirte...)

-Ya voy a dejar la borrachera...
-Humuumm, pa'cuando eso hagas, yo ya voy a estar impuesta a tus cosas de loco.
-'n serio, vieja, ya voy a dejar la borrachera. Por Dios que ya me está llevando el tren. Nomás te digo que ayer vi visiones y sentí retegacho.
-¿Pos qué vites, tú?
-Cosas bien gachas. Hartas visiones retevisionudas, y pos me da miedo que vaya a entrarme la locura y ya no tenga remedio.
-Uh, Paciano, pa' cuándo la vas a dejar, si eso lo estás diciendo desde hace mucho.
-Pos 'ora sí va en serio. Derecho que le saco a que me tengas que meter a uno de esos manicomios pa' locos. En serio, Gude, ahoy sí dejo la borrachera...Si nomás de pensar en esas visiones que veo que me siguen, siento retiharto miedo y no vaya a ser que sí me esté volviendo loco, en serio.
-¿Y qué? ¿Cómo la vas a dejar si la tienes retebién metidota?
-Pos en eso 'toy pensándole...Yo creo que si le juro a la Virgencita, sí la dejo. Dicen que es retemilagrosa y que ayuda un chorro al que le jura dejar la borrachera.
-¡Pos cuaaándo la vas a dejar! Ni que no te conociera yo...
-Derecho, Gude, ya me da miedo y sí la dejo, por Dios.
    Y un día se fueron para la Basílica. Se fueron desde muy temprano para evitar que los camiones pasaran llenos. Ella se veía muy contenta, pues toda la vida la había pasado al lado de alcohólicos, primero sus hermanos y su papá, que todos los días tomaban pulque allá en el rancho, y después Paciano, el albañil que la supo enamorar y que al principio se portaba muy seriecito, pero que después, ya que la tuvo, sacó a relucir todos sus vicios y todas sus pasiones.
    Ella vivía resignada, soportando su cruz, como alguna vez le pidiera el sacerdote que la oyó en su confesión. Accediendo a todos los caprichos y todas las locuras de su marido, alejada para siempre de los suyos por temor a que le reclamaran que se hubiera unido a un hombre sin haberles avisado.
    La vida de Gudelia no era muy diferente a la de otras muchachas que conoció en la ciudad. Perseguida primero por sus patrones y por el dependiente de la tienda, asaltada una vez  por la pandilla del rumbo sufriendo una violación tumultuaria, corrida de la casa en que trabajaba y, por fin, seducida por un hombre sencillo, como ella, que la llevó a vivir a un cuartillo en escondida vecindad de una ciudad perdida.
    Vieja a los veinticinco años. Sin hijos y sin esperanza de tenerlos porque, según supo después, aquella operación que le hicieron después de que la violaron fue para esterilizarla. Aceptando su cruz, alejada de un Dios al que sintió alejarse de ella cuando más lo necesitaba. Sin ilusiones, sin sueños tontos, sin aspiraciones y sin deseos de vivir... Pasando nada más, sin saber de presentes ni de futuros.
    Pero se le abría una puerta. Se veía convencido Paciano en su resolución de alejarse del vino. A lo mejor podrían vivir mejor, guardar algunos centavitos para...¿Para qué soñar despierta? Hasta a eso había perdido el derecho.
    Llegaron por fin, Paciano la dejó a los pies de la Virgen mientras iba en busca de un sacerdote para que le tomara el juramento. Así le habían dicho que se hacía. "Buscas a un Padre y le dices que le quieres jurar a la virgencita que ya no vas a tomar. Él te pregunta por cuánto tiempo, te echa una pedorriza y te da un acta en que consta la fecha de la jurada y de cuándo vence. Después tú le das una mordida y ya estuvo."
    Gudelia, con los ojos húmedos, le hablaba a la Guadalupana y sentí que el corazón se le desbordaba.

-¿Qué haces, hija?
-Aquí, padrecito, rezándole a la virgencita, pidiéndole...
-¿Pidiéndole? ¿Por qué mejor no le agradeces?
-¿El qué, padrecito? Yo no tengo que...
-No seas ingrata, hija. Gracias a ella estás con vida. Tienes mucho que agradecerle. Recuerda que es tu madre santa, que ella ve por ti allá en el cielo. No seas ingrata, nunca digas que no tienes nada qué agradecerle, porque te puede castigar y no hay peor castigo que el de la reina del cielo.
-Ay, padrecito, ¿cómo cree usté que la virgencita me va a castigar? ¿Con qué si yo no tengo nada?
-Tienes vida hija, y una familia y un hombre que ve por ti y te cuida...¿Te parece poco eso?
-Ay, padre, si usté supiera...
-¿Qué cosa? ¿Eres huérfana? ¿Vives sola? ¿Estás muerta? No, hija, no, la Virgen está cansada de que todos lleguen a ella nada más para pedirle. ¿Por qué no vienen a agradecerle los dones que les da?
-¿Cuáles dones? ¿Qué son los dones? Ay, padrecito, de veras que usté no sabe...
-Sólo sé de tu ingratitud. Sólo sé de esas manos que se extienden para pedir mientras otras están escondidas para no compartir. Tú necesitas un buen jalón de orejas...Mira, ahorita voy a un bautizo, no me tardo, espérame aquí para que te confieses y eches afuera todo el veneno que te corroe las entrañas...Espérate, no tardo.

    Gudelia quedo atribulada. No quería confesarse, no quería seguir ahí. No entendía por qué le decían esas cosas si se había pasado la vida sufriendo, si nunca había conocido ni de lejos la felicidad, si estaba convencida de que no tenía nada que agradecer...A no ser que los dones fueran la miseria, el no tener qué comer, el vivir al lado de un alcohólico que la golpeaba y la trataba peor que a un animal. Tenía que irse; salir de ahí, correr sin rumbo fijo a donde nadie pudiera encontrarla.

-Vámos, ya 'stuvo.
-¿Ya le jurates a la Virgencita, Paciano?
-Qué le voy a 'ndar jurando!... Si ponen un chorro de condiciones. Que tengo que confesarme y comulgar, ir a misa, y un chorro de cosas así... Pos ni que uno juera de al tiro menso pa'ndar nomás metido en la iglesia.

    Ella ya no dijo nada. Casi no volvió a hablar jamás. ¿Para qué? ¿Qué esperaba de la vida? ¿Qué podría hacer que no fuera seguir, seguir simplemente sin tener a dónde ir, sin querer ir a ningún lado?

Todo sigue igual, los milagros... ¿serán cosas del pasado?

    El autor finaliza su texto cuestionándonos el sentido profundo de la vida en forma vertical: deidad-humanidad. Sin embargo, el Espíritu apunta a una relación horizontal, profundamente humana: ¿Cómo trato a mis semejantes, que en última instancia, es Jesús el nazareno? ¿Desestimo sus expresiones amorosas por propia ignorancia?
Si bien podemos llamar milagros a acciones extraordinarias a cierto orden considerado natural o cotidiano, el no irrumpir el diálogo de una persona con Dios y tratarlo como hermano bien puede considerarse como tal.

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