Mis hermanos: Los pobres

Por: IdS
CVX Hermosillo (México)


Introducción

      Al contemplar las realidades socio-políticas actuales que rodean nuestro país y el mundo, se muestran formas de proceder contrarias a la misericordia y a la fraternidad; prácticas que poco a poco arrastran, dentro de una cultura de muerte, a millones personas, en especial a los más empobrecidos. Confrontarlas en nuestro diálogo con Dios, somos interpelados e invitados a construir un reino de paz, de justicia y fraternidad como Dios lo quiere.

Asimilarnos hermanos de un Padre en común, convoca a la solidaridad con los que menos tienen; aquellos que nunca ha tenido un lugar preponderante dentro de las sociedades, que no son exclusivos ni pertenecen a un lugar geográfico específico. Es buscar «salirnos» de nosotros mismos para encontrar al «otro» y reconocerlo como igual, en un mundo que demanda respuestas colectivamente efectivas y creativas, ante sistemas injustos que nos ciegan al sufrimiento, nos ensordecen al dolor y silencian nuestra voz.

Por lo tanto, este ensayo pretende exponer algunas posturas y factores sociales que condicionan nuestro actuar ante miles de hermanos que sufren la miseria, sin entender que ellos son también, los representantes de Cristo[1] en la tierra.


Sentir con el mundo
«El cristiano, que es, por derecho, el primero y más humano de los Hombres»
Teilhard de Chardin


      Constantemente somos aturdidos por los medios de comunicación a vivir un estilo de vida que justifica la desigualdad social y favorece el individualismo, discursos «lógicos» intentan validar el empobrecimiento de millones de personas, el desplazamiento forzado, el tráfico de personas, de órganos, de armas y narcóticos, el turismo sexual, la matanza cruenta de niños que aún no se les reconocen como tales, la discriminación étnica, religiosa y de género, la explotación laboral, la degradación ambiental etc., son circunstancias consecuentes de una toma de decisión personal –son así porque ellos lo quisieron- y evitando mostrar un deficiente sistema diseñado para arrastra a todos, en especial a los más débiles, dentro de una espiral de muerte y autodestrucción.

Este estilo disuelve el sentido existencial: podemos vivimos interconectados por medio de la tecnología y estar ausentes de lo que nos rodea, tener cientos o millares de amigos virtuales sin conocer a ninguno de forma personal, llamar a la solidaridad en redes sociales sin atender al indigente o migrante que sufre frente de nuestros ojos. Intentan que seamos simples espectadores de sucesos «en vivo» sin poder interactuar, lentamente se posicionan ídolos que arrebatan nuestra esperanza –todo lo encuentro en él-, nos distraen por medio del entretenimiento -música, imágenes, juegos, videos, etc.-, y ofrecen accesibilidad a «lugares exclusivos» como parte de nuestra valía.

El detenernos a reflexionar en estos procederes sociales, sin duda, cimbra nuestra postura como creyente de un Dios amoroso, al ver cómo somos conducidos lejos de la justicia y la inclusión, evitando «dejarnos sorprender» por lo pequeño, lo frágil, lo cotidiano. Ello nos provoca una tensión interna, tanto intelectual como espiritual, desde un querer huir, tratando de encontrar una escapatoria a tanto sufrimiento; pasando por un esperar aquella solución externa o divina que arrancará de raíz todo el mal, mientras nos desgastamos en un imperioso qué-hacer, ignorando lo básico y primordial; llegando a despreciar y odiar todo aquello que nos produzca un empático dolor, puesto que al fin y al cabo ¿acaso somos guardianes de los demás?[2]

Buscar respetar a la dignidad es contraponerse a estas dinámicas actuales y romper los círculos egoístas que nos encierran, es reconocer al «otro» como igual, no por una obligación estipulada simplemente en un papel –referencia jurídica- , o aceptación mecanizada de normas que la tradición nos ha inculcado –un deber ser-, sino por tratarse de personas[3]. Pero dentro del colectivo social, el mercado ha impuesto su palabra, subordinando las leyes jurídicas a su merced, corrompiendo la integridad y poniéndole un signo de precio a la dignidad. Esto se ve reflejando, claramente, al analizar los tipos de gobierno que prevalecen en nuestros países. Basta hablar de democracia en su praxis para darnos cuenta que no es un sinónimo de justicia o libertad y observar que, al menos en México[4], las condiciones de miseria en que se vive, aún con democracia.

Vivimos en una América Latina que camina sobre economías nacionales eternamente en vías de desarrollo, de poblaciones hundidas en el abandono, de tierras silenciadas por el saqueo y vendidas a capitales extranjeros. El sistema político nos sigue invitando a arriesgar nuestra confianza en el establecimiento del ideal de república, sin reconocer que ofrecen la misma respuesta: una sumisión y abajamiento ante modelos económicos que sustituyen una tiranía por otra; distantes del anhelo subyacente en el corazón de nuestros pueblos. Los políticos se han limitado a salvaguardar los intereses económicos, evitando aplicar medidas que puedan afectar el nivel de consumo o poner en riesgo las inversiones extranjeras (Cf. Laudato Si, No. 178).

Esta fuerte alianza – entre gobiernos y actores económicos- los ha convertido en auténticos administradores de la pobreza, especulando y evitando por diferentes medios eliminarla (Cf. Carta AUSJAL No. 32 Vol. 2. p. 58). Esto no afecta únicamente al ser humano, sino también a la madre naturaleza, porque esa misma lógica que no ha permitido cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza es la misma que dificulta tomar decisiones drásticas para revertir el calentamiento global (Cf. Laudato Si, No. 175).

¿De qué le sirve al hombre el avance y el desarrollo tecnológico cuando no ha sido capaz de garantizar, a todos los seres humanos, las condiciones básicas de vida y de sustentabilidad? ¿Acaso no será una treta el querer alcanzar la cumbre social, pretendiendo vivir estilos deshumanizantes, cargando cuesta arriba nuestros egoísmos, solo para terminar rodando hacia abajo una y otra vez, como el mito de Sísifo?



La pobreza
«Porque no podemos pasar de largo ante su clamor -de los pobres- y seguir llamándonos cristianos»
Víctor Codina.

       El hablar sobre la pobreza y sobre los pobres es un tema provocativo que invita a reflexionar sobre nuestra relación con el «otro»; que confronta nuestros hábitos, costumbres e ideologías de vida; que inquieta evocando sentimientos de impotencia e impaciencia ante el sufrimiento de tantas personas carentes de lo básico; que apasiona nuestra imaginación al buscar soluciones inventivas y señalar culpables concretos.

El solo hecho de pensarla, hace brotar, casi inmediatamente, el recordatorio subyacente de nuestra dimensión social como seres humanos; pues vemos reflejando, en el «otro», nuestras experiencias de escasez y dolor, realidades que evadimos conscientemente y que pocas veces deseamos.

Investigar sobre qué es ser pobre, es toparse con una innumerable cantidad de definiciones, enfoques, ideas y hasta formas de evaluación y medición; dando la sensación de ser un concepto ambiguo, difuso, confuso y dependiente del contexto donde se desarrolla ¡Cómo si los niños latinoamericanos no sintieran la misma hambre que los africanos! O ¡la frustración e impotencia por la explotación laboral del obrero asiático fuera distinta a la de un campesino indígena americano!

Benito Baranda, parafraseando a Amartya Sen, señala que «la pobreza es una privación de la libertad porque impide desarrollar las capacidades naturales» (Baranda, B.). Definición que amplía nuestra visión, pues lejos de mencionarla como una escasez, se entiende como la opresión del prójimo que ve hundida su oportunidad de vivir dignamente, a costa de intereses egoístas. Por lo tanto, podemos decir que las personas no son pobres, sino han sido empobrecidas mediante sistemas económicos y sociopolíticos injustos, para arrebatarles lo que por derecho les ha sido dado.

El informe 2015 “Panorama Social de la CEPAL en América Latina muestra que «el número de personas pobres creció en 2014, alcanzando a 168 millones, de las cuales 70 millones se encontraban en situación de indigencia». Para México CONEVAL estimó, durante ese 2014, la existencia de 55.3 millones de pobres[5] en un país de 119.87 millones de habitantes; esto significa que casi 1 de cada 2 mexicanos vive en situación de pobreza.

Datos estadísticos que ya no parecen asustar o, por lo menos, preocupar a una gran parte de la sociedad; quien ha perdido su dimensión de escándalo y vergüenza. Causa más asombro y hasta tristeza que un equipo deportivo pierda un juego, que algún actor o cantante famoso fallezca o incluso, que la bolsa de valores bursátiles de un país desarrollado se desplome varios puntos porcentuales. Hemos hecho de nuestros hermanos empobrecidos una masa ingente sin nombre, sin rostros y sin historia; reduciéndolos a una simple referencia en nuestro vocabulario, a una estadística de estudios, a una contemplación teológica o simplemente a «algo» que hay que esconder de nuestra vista.

La pobreza no es ocasional ni fruto de la casualidad, tiene cimientos y «estructuras de pecado»[6], donde el hombre promedio ha sido reducido a un medio para el disfrute de los más poderosos, los cuales lo desecharán cuando deje de ser útil laboralmente. «Los pobres –escribió Ignacio Ellacuría- y la pobreza injustamente inflingidas, las estructuras sociales, económicas y políticas que fundan su realidad, las complicadas ramificaciones en forma de hambre, enfermedad, cárcel, tortura, asesinatos, etc., son la negación del Reino de Dios y no puede pensarse en el anuncio sincero del Reino de Dios dando la espalda a esa realidad o echando sobre ella un manto que cubra sus vergüenzas» (Vitoria, p. 31).

Por eso « ¿Quién tiene ansia de subvertir el orden social sino el que más sufre de la condición social?» (Moro, p.35). Las transformaciones sociopolíticas no son deseadas por los que ostentan el poder o reciben algún beneficio; discursos reiterativos suelen llamarnos a creer que un solo hombre reestablecerá el bienestar y la seguridad social, teniendo como base un desarrollo económico, cuando éste vive totalmente ajeno a toda pobreza y sufrimiento. «Esos hombres se pasan la vida sin ser amigos de nadie, como dueños o esclavos de voluntades ajenas; porque es señal de carácter tiránico no conocer la verdadera libertad ni la amistad verdadera» (Platón, p. 205).


El dinero como dios
«No pueden estar al servició de Dios y del dinero»
Mateo 6, 24.

      La economía actual establece que la valía está en función de la riqueza -tanto tienes, tanto vales-, permitiendo la sumisión y la esclavitud de aquellos que menos tienen. Este razonamiento logra poner, en manos del mejor postor, la explotación del subsuelo y del campo; la privatización de instituciones y recursos naturales; el aumento de los impuestos, los aranceles de exportación, los precios de los productos y el salario mínimo de los trabajadores – a veces nombrados justos-. La banca (Wells Fargo & Co., J.P. Morgan Chase & Co., Bank of America, HSBC, etc.) se ha encargado de imponer y construir imperios en países como Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos, con base al detrimento de otros, como: la República Democrática del Congo, Angola, Siria, Guatemala, Honduras, Afganistán o Nepal.

Esta explotación del «otro» para el enriquecimiento individual desproporcionado no es algo nuevo, la historia hace constatar que su raíz es más profunda y de carácter espiritual: la colocación del dinero como centro de vida. Un culto idolátrico que degrada al hombre, dictamina sus actitudes, propicia comportamientos deshumanizantes para con el mismo y para con los demás, exigiendo celosamente todo el tiempo, el esfuerzo, la voluntad y hasta la imaginación, en favor de una acumulación desmedida de bienes y experiencias placenteras, poco importando los medios para su alcance. Una idolatría que, lejos de ser notoria, sutilmente ha permeado dentro de la sociedad y ocupa un lugar preponderante, pues al dinero le son referidas actitudes que antes eran exclusivas de Dios, como la «confianza, fidelidad, seguridad, amor, confianza en el futuro, esperanza, etc.» (Vitoria, F.J., p. 235). Cegando la posibilidad de reconocer a Dios en los más pobres –dimensión sacramental- , creando una concepción intimista de la salvación – por mis propios medios y a mi manera- y agradeciendo, de forma farisaica, las «bendiciones recibidas» (Cf. Lc 18, 11-12).

El engaño actual, para el hombre, es ganar más en lugar de gastar menos, es estar preocupado más por los factores económicos, laborales, profesionales y materiales, que en su felicidad plena. Vivir por ese «dios», es desvivirse por el poder, la dominación y la opresión; ídolos de muerte «que convierten los sistemas reguladores económicos, sociales y políticos en auténticos laberintos diabólicos» para los más débiles (Vitoria, F.J., p. 234); demandando el acatamiento de reglas – desfavorables e injustas- e «imponiendo cargas insoportables que ni siquiera, los que las crearon, son capaces de mover un solo dedo para llevarlas»[7] (Cf. Lucas 11, 46). E irónicamente, todo ello hace posible la distopía evangélica, ese lugar en el cual los «saciados» y los «consolados» encuentran cabida; y ¡Ay de nosotros! si pertenecemos, entre risas y alabanzas, a ese círculo exclusivo (Cf. Laguna, J., p. 6).

Aunque San Pablo lo denunciaba en su momento: «La raíz de todos los males es la codicia: por entregarse a ella, algunos se alejaron de la fe y se atormentaron con muchos sufrimientos» (1 Timoteo 6,10); este pequeño dios ha creado maneras entretenidas para seguir cautivando, arrodillando y deshonrando a todo ser humano, a pesar de su terrible hedor[8].


El rostro del Dios de Jesús
«Porque no eres quién solías, hoy tus gestos no los puedo adivinar; con gran ternura te enamoras de los pasos que no quiero recordar; en un abrazo haces la Ley en mil pedazos y me invitas a volar; será que nunca había mirado bien tu rostro en realidad»
Jorge Ochoa sj.

      Para un creyente, distinguir el rostro de Dios en la vida ordinaria está íntimamente ligado a la imagen que se tiene de Él; por lo que resulta ser, en muchas ocasiones, una tarea arduamente contradictoria debido a los prejuicios, miedos, ideas, experiencias y «verdades» trasmitidas que se tienen. Tratar de reconocerlo en todo tiempo, lugar y persona, resulta ser determinante en nuestra forma de intervención social; su rostro no sólo se es transfigurado en el hambriento, en el sediento, en el migrante o en el encarcelado (Cf. Mt 25, 34-40), sino también en el obrero explotado, en la mujer prostituida, en el niño desaparecido, en el joven drogadicto que limpia vidrios o «traga fuego», en el anciano olvidado, en el matrimonio separado, en la protesta reprimida por parte de la autoridad, en la lucha por los derechos humanos, etc.

Una primera imagen que nos ayuda a reconocer su proceder es la ofrecida por los libros del Éxodo y Levítico; ellos nos muestran un Dios de justicia y derecho, un Dios interesado por todos sus hijos, en especial por los marginados. El establecimiento del año sabático y jubilar, nos habla de una igualdad social de tipo económico y laboral. Es decir, un Dios actuante en medio de la comunidad «que nos recuerda que lo creado ha sido hecho para todos y nadie tiene derecho a expropiarse de los bienes de este mundo en forma definitiva y exclusiva» (Vitoria, 2013, p. 67). Su lógica es estar en medio de los hombres.

Es en Jesús, donde ésta imagen se purifica, pues es Dios irrumpiendo en la historia y volviéndose ella, donde sus actos de defender al débil (Mt 23,4 ss), de dar voz a los ignorados (Mc 10,15), de incluir a los marginados (Lc 14,13; Mt 21, 31) y convivir con los segregados (Mt 11,19; Mc 2,16), poniéndolos en el centro de su prédica, nos lleva a entender porque él es considerado la «Justicia de Dios»[9]. Un hombre sencillo que incluye y ama sin cambiar ni abolir la ley (Mt 5,17), sino que invita a verla con otros ojos, con otro sentido, depositando nuestra confianza en odres nuevos y volviendo creíble el amor del Padre hacia todos sus hijos. Ofreciendo un testimonio que parece contradecir al mundo ¿Quién da la otra mejilla ante las ofensas? ¿Quién da un préstamo, sin intereses, a quién lo solicita? (Cf. Mt 5, 39-42), ¿Quién va y vende todos sus bienes, los da a los pobres para conseguir un tesoro en el cielo? (Cf. Mt 19, 21).

El comprometernos con Él o refrendar nuestro compromiso, es comprometernos con el vulnerado, con el débil, con el pequeño. Ello no está ajeno de riesgos y represalias, perder la vida es una consecuencia de la liberación y la lucha, no violenta, por la dignidad del hombre, «a ustedes mis amigos les digo que no teman a los que matan el cuerpo» (Lc. 12,4).

Y para caminar ese camino no se necesitan señales extraordinarias en el cielo, ni considerarse el «elegido» entre la multitud para guiar al mundo, basta con «ser testigos de Cristo en un mundo que hay que transformar e humanizar como Él hizo» (Marsich), tocando al pobre desde su miseria y su sufrimiento; sabiendo que «ningún sistema logrará la plena felicidad de los seres humanos y tampoco existe el sistema perfecto» (Johnson, p. 11), pero vale la pena arriesgar la vida por llevar la buena noticia que alegra el corazón, esperanza el futuro y da sentido existencial.

Mencionaba el apóstol Juan en su evangelio que Jesús podrá ser visto, no por el mundo, si no por aquellos que vivan como Él vive (Cf. Jn 14, 19) ¿Somos capaces de reconocer el rostro de Dios en nuestro diario vivir? O ¿Nos ocultamos de detrás de la razón y el juicio etiquetando de fanatismo todo aquello donde aparezca Dios?


Reflexión final
«Sé en quién he puesto mi confianza»
2 Timoteo 1,12.

      Comprometernos como miembros de una Iglesia universal, es tomar consciencia de vivir por «la bandera» de Jesús, es dar testimonio creíble de que «otro mundo es posible». Ir a esa utopía fascinante no es seguir un sueño desencarnado o ilusorio, sino la exigencia de construirse desde una realidad concreta –cuanto puedo y creo-, separada de cualquier pose demostrativa (Cf. Martínez, p. 18). Aspirar a la construcción de un sistema incluyente, participativo y justo; es dejar de lado, personal y colectivamente, todo aquello que nos aleja y distrae de las necesidades de los más débiles –el progreso de los pobres-. No es prudente entretenerse en «imaginar mundos en los que el respeto y la dignidad, constituyan los valores que garanticen la vida en pleno goce de derechos» (Narváez Goméz –Díaz Ferrer, p. 1) si seguimos viviendo bajo una ley ciega, sorda y muda, que somete al hombre al rigorismo y a la formalidad ¿La ley se hizo para el hombre o el hombre para la ley? (Cf. Mc 2, 27-28).

Por ello, muchos de «los que queremos seguir a Jesús de cerca no nos podemos desentender de los problemas económicos-políticos» (Caravias) de nuestro país y del mundo; ya que nuestros egoísmos generan hambre, violencia, corrupción, segregación e inestabilidad. Nuestra participación dependerá de circunstancias y contextos particulares, «cargar» con la realidad no solamente desde lo autónomo sino a partir de lo comunitario, y es ahí donde podemos mencionar algunas invitaciones – pautas- para una intervención que testimonie la presencia y creencia del Reino de Dios en la tierra.

1. Re-inventar signos que hagan creíble los valores del Reino de Dios; «la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras» (Carta Encíclica Centesimus Annus no. 57). Decía Thomas Müntzer « Predicar a Cristo dulce al mundo carnal es el peor veneno que se haya dado nunca a las ovejas de Cristo».

2. Establecer mediaciones concretas, que no sólo respondan a nuestro principio y fundamento, sino también al sentir de la Iglesia. Si en ello está la militancia o adhesión a una causa partidista; valorarla, discernirla «tanto cuanto», sin caer en discusiones estériles que sólo aturden o paralizan. Recordar que «cada vez que la palabra de Dios indica una realidad humana y esta corresponde a las posibilidades existencias de la persona, tenemos la expresión de la voluntad de Dios». (Libanio sj, J.L.).

3. Descubrir aquello que nos saca del amor propio y nos conduce a una vida en plenitud. Porque «no habrá, por tanto, nada más divino en el talante y en la conducta de un ser humano que su compromiso solidario con las víctimas de la injusticia, haciéndose partícipe tanto de su destino histórico como de la causa de su liberación» (Vitoria, p. 153).

4. Esperanzarnos en el bien común: no sólo valorar y reconocer el esfuerzo individual, pues en su mayoría, el impacto de éste no alcanza a evitar que los precios de los insumos bajen, que los niños crezcan alejados de la pobreza y la droga. Quitemos el autoflagelo impuesto de creer que se tiene el gobierno que se merece ¿Somos culpables del robo de millones de pesos del erario, por parte de las autoridades, cuando se protesta y se inconforma? ¿Somos culpables de la deficiente educación escolar por el corrupto sistema y la manipulación mediática? O ¿Será culpa del sistema creador de pobres para subyugar y manipular a placer? «La seguridad, la convivencia y la paz no serán posibles sin el progreso de los más pobres» (Margetic, p. 3).

5. Recuperar la memoria histórica: retomando las enseñanzas y costumbres cristianas, arraigadas en nuestros pueblos, que hacen posible una armoniosa convivencia. Imposible será continuar llamando al amor y al perdón si seguimos expulsando de nuestros sistemas al Dios de Jesús de Nazaret. «Más cuando en presencia nuestra se diga que Dios, que es bueno, ha causado daño a alguien, nos opondremos a ello con todas nuestras fuerzas, si queremos que nuestra república esté bien ordenada.» (Platón, p. 47).

6. Trabajar, desde donde estamos y lo que somos «una comunidad concreta, en un pueblo concreto, encarnado en la historia y en la vida, con esperanza y fe» (Johnson, p. 16), por la construcción de un sistema social, económico y político liberador, pues «no puede realizarse el ideal de ser humano libre, liberado del temor y la miseria, a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos» (Sandoval, p. 7). Venciendo la apatía y el miedo que nos paraliza, porque «el mayor castigo para el hombre de bien, cuando se niega a gobernar a los demás, consiste en ser gobernado por otro hombre peor que él» (Platón, p. 20).

7. Orar los caminos andados por tantas y tantos santos a través de la historia, como un punto de referencia que nos anime y oriente a seguir. Orar ante la realidad que se vive, depositando la confianza en nuestro Padre que sabe lo que necesitamos; basta que busquemos su reino y lo demás nos vendrá por añadidura (Cf. Lc 12, 30-31). Opción que nos lleva a mirar al mundo como algo «más que un problema a resolver», es un misterio gozoso que se contempla con jubilosa alabanza (Cf. Laudato Si, No. 12); sin olvidar la recomendación joánica: «Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; porque si no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.» (1 Juan 4, 20).


Bibliografía

1. BARANDA, BENITO (2016); «Exclusión social: construcción colectiva de la justicia social y distribución del poder político», clase virtual del módulo 2: «Interpretación de la realidad socioeconómica del América Latina y El Caribe».
2. CARAVIAS, JOSÉ LUIS; «Vocación discernida de compromiso político».
3. Carta de AUSJAL No. 32 Vol. 1 (2011), «Pobreza y Política Social en América Latina».
4. INFORME 2015; «Panorama Social» de la CEPAL, Capítulo 1 «Pobreza y desigualdad en América Latina».
5. JOHNSON MARDONES, JOSÉ (2004); «Los cristianos y su compromiso político».
6. LAGUNA, JOSÉ. (2012) «¡Ay de vosotros! Distopías evangélicas», Cuaderno No. 181, Editorial Cristianisme i Justícia.
7. LIBANIO SJ, J.B. «Discernimiento y mediaciones sociopolíticas». EIDES.
8. MARGETIC, STELLA (2014); «Cultura política del perdón y la reconciliación».
9. MARSICH, UMBERTO MAURO; «Fe cristiana y compromiso social: motivación para la acción política de los católicos».
10. MARTINEZ, D. CVX México, «El necesario compromiso político desde la CVX. Fe, Justicia y Compromiso Político en laicos y laicas ignacianas».
11. MORO, TOMÁS (2015); «Utopía», vigesimosegunda edición, colección “Sepan cuantos…”, Editorial Porrúa, México.
12. NARVÁEZ GÓMEZ, LEONEL Y DÍAZ FERRER, JAIRO (2011); «¿Es el perdón un derecho humano?» Texto preparado para el III Encuentro Internacional de la Red de la Fundación para la Reconciliación en Lima, Perú.
13. PLATÓN, (2015); «Diálogos, la República o de lo justo», trigésimotercera edición, colección “Sepan cuantos…”, Editorial Porrúa, México.
14. SANDOVAL, ARELI (2007); Comprendiendo los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales DESCA, Equipo Pueblo A.C., México.
15. SS. FRANCISCO (2015) Carta encíclica «Laudato Si» sobre el cuidado de la casa común. La Santa Sede.
16. VITORIA C., F.J. (2013) «Una teología arrodillada e indignada. Al servicio de la fe y la justicia», Editorial Sal Terrae-Cristianisme i Justícia.

Nota:
Las citas bíblicas son de: «La Biblia de nuestro pueblo. Biblia del Peregrino. América Latina.» texto: Luis Alonso Schökel, Ediciones Mensajero.

[1] «Les aseguro que lo que hayan hecho con uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicieron a mí» Mt 25,40.
[2] Respuesta de Caín a Dios: « ¿soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?» Génesis 4, 9; después Dios, mediante el profeta Ezequiel, nos invitará a ser centinelas de nuestros hermanos (Ez 33,7-9)
[3] San Juan Crisóstomo nos llama a vivir una sensatez humana: «Aunque no hubiera castigo y no nos esperara el reino de los cielos, deberíamos al menos respetar a nuestra raza y nuestro linaje, esto es, conmovernos ante el que padece como nosotros». (PG 59,268).
[4] «Pobrecito México –se dice desde entonces – tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos» Eduardo Galeano.
[5] cifras ofrecidas por CONEVAL (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social). http://www.coneval.org.mx/Medicion/MP/Paginas/AE_pobreza_2014.aspx.
[6] Denunciadas por San Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo Rei Socialis.
[7] «Decían que los indios, en América, preferían ir al infierno para no encontrarse con los cristianos» Eduardo Galeano.
[8] San Basilio de Cesárea lo llamó: «el estiércol del diablo».
[9] Confesión cristiana que no hace otro tipo de justicia, una ajena a las relaciones entre los hombre, sino por la forma en que Dios realiza en él la justicia interhumana (Cf. Vitoria, p.125).

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