Las borregadas del Cristian
La historia de El Borrego
por Carlos Sánchez
Compone y canta. A ritmo de rap. Cuando los versos quedan listos las manos golpean las paredes de la celda para marcar los tiempos y sentir la similitud de un bajo que suena y retumba en el cuerpo.
Se llama Cristian Preciado Cornejo, le dicen Borrego. Tiene la marca del destino. La cicatriz en la piel. La historia del fuego que atentó contra sus sobrinos. La gasolina se expandió hacia la banqueta, donde estaban los niños. Entonces el Borrego metió las manos como compuerta de la llama. Los morritos ilesos, él con heridas de primer grado y una marca perenne en la piel.
La otra marca que le hace mella es la de las rejas, el tiempo, el encierro. Y una más, la que más duele, dice, la de la ausencia de la madre, su madre.
Cristian es originario de Empalme, Sonora, comunidad que vive de la pesca, un pueblo ferrocarrilero que alcanzó su gloria mundial cuando a Charles Chaplin se le ocurrió contraer nupcias con una menor de edad en este municipio.
El Borrego llegó a prisión hace cuatro años, y alcanzó la pena máxima que se le da a un menor por homicidio: cinco años con siete meses. Ahí los otros internos aprendieron a respetarlo, por su habilidad en los puños, por su mirada que penetra.
Uno, dos, tres, cuatro golpes y los morros para el suelo, contrincantes que no dieron pelea. Él para el hoyo, allá donde el frío cala y la luz escasea.
El vuelco de la vida empezó hace cuatro años; un día que andaba bajo los efectos del solvente, también ingirió pastillas, cerveza. Andaba en su ranfla, la que trajo del gabacho después de pasar una temporada trabajando en la pisca.
Se treparon en el Honda con rines niquelados, con sonido de retumbe y fiel. Se tendieron al mirador del puerto de San Carlos. Habían programado la fiesta, con ritmo de rap, en compañía de las mejores muchachas.
De pronto, en el alucine, miró a un bato pretendiendo a la chava que él controlaba. Llégale, le dijo. Pero al mirarlos divertirse se le metió el chamuco, la rabia lo cimbró y no paró de golpear a ambos, hasta matarlos. Al Borrego lo levantaron en greña los de la justicia, porque, según dice, ni cuenta se dio de lo que hizo.
A sus diecisiete años de edad el Borrego ya se había convertido en padre de tres niños, dos niñas gemelas y un varón. Su pareja estaba embarazada cuando lo de los homicidios.
Ahí, en la celda de indiciados, después de la fiesta y su desenlace, el Borrego empezó a repasar todas las cosas que hizo las horas antes de llegar a prisión y hasta el día de hoy asegura que no recuerda con claridad la película que le contaron los policías, lo que dicen que hizo.
Pero a remar en la mar crecida que es la cárcel. A entender y atender los reglamentos. A fuerza de días en el apando, allá donde una reja pequeña en la celda permite el acceso de la luz, donde la soledad es más que una palabra.
Cuenta el Borrego que de morro el barrio le guiñó el ojo, y no quiso perderse su significado. Desde niño trepó a las pangas y se tendió a la mar en compañía de los pescadores; ahí conoció el humo del cigarro, el sabor de la mariguana, el sonido de las píldoras entre sus dientes.
Desde esos días, dice, la ausencia de la madre le empezó a carcomer la emoción, a sentir el deseo de mirarla. Pero alguien le dijo que su mamá habitaba una prisión, que no volvería pronto, que se conformara con la esposa de su padre que también lo quería mucho.
En la cárcel el Borrego es talachero; los custodios le permiten andar en los pasillos, hacer mandados, tener el control del televisor que permanece en la sala de guardia. También es el puente entre un preso y otro. Lleva recados, transporta prendas, talonea el agua fresca, hace valer con tortillas de las que sobran de la yegua.
El ingenio en la palabra, la espontaneidad en su discurso, la alegría que paradójicamente lo llena de nostalgia. El recuerdo: la madre. El tema recurrente en su vida.
“Cómo la ves, loco, ¿me podrías averiguar si aún está viva?”, dijo el Borrego a un compa que fue a visitarlo. Le encargaba que investigara sobre su mamá. Las noticias que obtuvo fueron positivas a medias, porque, según le dijeron, su madre vive en la frontera, que todo bien, pero nada más.
Desde la cárcel el Borrego compone rolas, y las canta. Algunas tienen como tema el amor por los hijos, pero las más hablan de la búsqueda, de la entraña.
Una de las canciones versa sobre una tarde en la que él mismo estaba en un callejón del barrio y miró cómo desde un auto descendió una señora, se dirigió hacia él, le pidió cinco gramos de cristal; él la atendió. Al momento del pago, cuenta la canción, el vendedor descubrió su rostro, miró fijamente a la doña y le preguntó: ¿no te acuerdas de mí? La señora se dio la media vuelta, no supo qué decir.
Los versos de la rola cuentan que esa doña es la madre del Borrego. Y él aclara: “Es la última vez que la miré, y la neta que me saqué de onda, no supe cómo reaccionar, me quedé con un chingo de ganas de pedirle un abrazo”.
Ahora Cristian vive esperando noticias de su madre; también con la esperanza puesta en la visita de sus hijos, los cuales llegan a la cárcel muy de vez en cuando.
Por lo pronto limpia el piso de las celdas, reparte la comida, canta las rolas que compone. Prudente, observa desde la trinchera el enfrentamiento entre los morros; ya no se ensucia las manos porque quiere seguir en el vuelo, entre los pabellones, en la cancha a donde va y patea balones como para matar el tiempo mientras le llega la libertad.
Tomado de la página:
http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/prision-arte-y-soledad/
Cristian es originario de Empalme, Sonora, comunidad que vive de la pesca, un pueblo ferrocarrilero que alcanzó su gloria mundial cuando a Charles Chaplin se le ocurrió contraer nupcias con una menor de edad en este municipio.
El Borrego llegó a prisión hace cuatro años, y alcanzó la pena máxima que se le da a un menor por homicidio: cinco años con siete meses. Ahí los otros internos aprendieron a respetarlo, por su habilidad en los puños, por su mirada que penetra.
Uno, dos, tres, cuatro golpes y los morros para el suelo, contrincantes que no dieron pelea. Él para el hoyo, allá donde el frío cala y la luz escasea.
El vuelco de la vida empezó hace cuatro años; un día que andaba bajo los efectos del solvente, también ingirió pastillas, cerveza. Andaba en su ranfla, la que trajo del gabacho después de pasar una temporada trabajando en la pisca.
Se treparon en el Honda con rines niquelados, con sonido de retumbe y fiel. Se tendieron al mirador del puerto de San Carlos. Habían programado la fiesta, con ritmo de rap, en compañía de las mejores muchachas.
De pronto, en el alucine, miró a un bato pretendiendo a la chava que él controlaba. Llégale, le dijo. Pero al mirarlos divertirse se le metió el chamuco, la rabia lo cimbró y no paró de golpear a ambos, hasta matarlos. Al Borrego lo levantaron en greña los de la justicia, porque, según dice, ni cuenta se dio de lo que hizo.
A sus diecisiete años de edad el Borrego ya se había convertido en padre de tres niños, dos niñas gemelas y un varón. Su pareja estaba embarazada cuando lo de los homicidios.
Ahí, en la celda de indiciados, después de la fiesta y su desenlace, el Borrego empezó a repasar todas las cosas que hizo las horas antes de llegar a prisión y hasta el día de hoy asegura que no recuerda con claridad la película que le contaron los policías, lo que dicen que hizo.
Pero a remar en la mar crecida que es la cárcel. A entender y atender los reglamentos. A fuerza de días en el apando, allá donde una reja pequeña en la celda permite el acceso de la luz, donde la soledad es más que una palabra.
Cuenta el Borrego que de morro el barrio le guiñó el ojo, y no quiso perderse su significado. Desde niño trepó a las pangas y se tendió a la mar en compañía de los pescadores; ahí conoció el humo del cigarro, el sabor de la mariguana, el sonido de las píldoras entre sus dientes.
Desde esos días, dice, la ausencia de la madre le empezó a carcomer la emoción, a sentir el deseo de mirarla. Pero alguien le dijo que su mamá habitaba una prisión, que no volvería pronto, que se conformara con la esposa de su padre que también lo quería mucho.
En la cárcel el Borrego es talachero; los custodios le permiten andar en los pasillos, hacer mandados, tener el control del televisor que permanece en la sala de guardia. También es el puente entre un preso y otro. Lleva recados, transporta prendas, talonea el agua fresca, hace valer con tortillas de las que sobran de la yegua.
El ingenio en la palabra, la espontaneidad en su discurso, la alegría que paradójicamente lo llena de nostalgia. El recuerdo: la madre. El tema recurrente en su vida.
“Cómo la ves, loco, ¿me podrías averiguar si aún está viva?”, dijo el Borrego a un compa que fue a visitarlo. Le encargaba que investigara sobre su mamá. Las noticias que obtuvo fueron positivas a medias, porque, según le dijeron, su madre vive en la frontera, que todo bien, pero nada más.
Desde la cárcel el Borrego compone rolas, y las canta. Algunas tienen como tema el amor por los hijos, pero las más hablan de la búsqueda, de la entraña.
Una de las canciones versa sobre una tarde en la que él mismo estaba en un callejón del barrio y miró cómo desde un auto descendió una señora, se dirigió hacia él, le pidió cinco gramos de cristal; él la atendió. Al momento del pago, cuenta la canción, el vendedor descubrió su rostro, miró fijamente a la doña y le preguntó: ¿no te acuerdas de mí? La señora se dio la media vuelta, no supo qué decir.
Los versos de la rola cuentan que esa doña es la madre del Borrego. Y él aclara: “Es la última vez que la miré, y la neta que me saqué de onda, no supe cómo reaccionar, me quedé con un chingo de ganas de pedirle un abrazo”.
Ahora Cristian vive esperando noticias de su madre; también con la esperanza puesta en la visita de sus hijos, los cuales llegan a la cárcel muy de vez en cuando.
Por lo pronto limpia el piso de las celdas, reparte la comida, canta las rolas que compone. Prudente, observa desde la trinchera el enfrentamiento entre los morros; ya no se ensucia las manos porque quiere seguir en el vuelo, entre los pabellones, en la cancha a donde va y patea balones como para matar el tiempo mientras le llega la libertad.
Tomado de la página:
http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/prision-arte-y-soledad/
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