"Si no despertase más"
Para aprovechar plenamente los tesoros que la vida nos brinda, hay que llevar la primavera en el corazón.
Ahora que me rindo al sueño
ruego al Señor que me guarde
y, si no despertase más,
que mi alma con Él se lleve.
Cada vez que, en mi infancia recitaba está oración, no pensaba en la muerte, sino en la vida; en despertar al día siguiente, y no en dormir. ¡Y qué despertar aquel! La triunfante entrada del sol por las ventanas, cual trompeta del alba; el alegre crujir del fuego de la cocina al empezar a arder; la fragancia del café y la voz de mis padres, en paz el uno con el otro: todo me invitaba a celebrar el nacimiento de un nuevo día.
Vivíamos con frugalidad, pero nuestro hogar era el centro mismo de la vida, no de la muerte; del despertar, no del dormir. Nos faltaba dinero, pero teníamos casi todo lo demás, en especial la radiante vitalidad de mi madre. Todavía me parece verla subir y bajar corriendo las escaleras, en busca del mejor sitio para admirar el jugueteo del viento entre los árboles. Leía vorazmente y apilaba los libros a su alrededor. Le encantaba la música, que inundaba nuestro hogar. Era como si extendiese los brazos en todas direcciones para tomar los tesoros que la vida le ofrecía.
El gran don que recibí de ella fue esa capacidad de deleitarme con todo. No he olvidado aún el olor de las hojas secas al quemarse, el aroma de los heniles polvorientos, las tardes veraniegas en que me encaramaba en la copa del árbol para mecerme allí con el viento durante las horas de fragancia. ¡Ah! ¡La frescura, la intensidad, la conciencia de estos recuerdos! No es, pues, extraño el que cada noche, al rezar (si no despertase más), no pensase en morir, sino en despertar, en el día de mañana, de pasado mañana...en el interminable correr del tiempo.
Transcurrieron muchos años sin que volviera a mi mente aquella plegaria. Luego, no hace mucho, me di cuenta de lo que significa para nosotros, los adultos. Me encontraba yo en el hospital, víctima de una enfermedad mortal, cuando cierta noche me sorprendí repitiendo esa frase conmovedora: Si no despertase más, y de repente comprendí que lo que me afligía no era tanto la idea de morir cuando la de morir antes de haber despertado por completo del sueño que había sido mi vida; y así descubrí el mensaje de mi oración: "Despierta y vive, porque el tiempo se va volando". Me prometí fervorosamente que jamás volvería a tomar un solo instante de la vida como si careciera de valor.
En ese momento de clarividencia ahondé en la palabra “despertar”, en su fuerte vínculo con la existencia. Según el diccionario, no sólo significa “volver del sueño”, sino “mover, excitar”. En otras palabras, renacer a la vida.
El adulto, como el niño, debería volver del sueño con la primavera en el corazón; debería… pero casi nunca lo hace. Si contásemos las horas de una semana reciente vividas como los pequeños, con las antenas en alto, atentos a los vientos del cielo, tocando, escuchando, mirando como si la aurora naciera por vez primera sobre la Tierra, ¿cuántas horas sumarían?
Desde luego, es más fácil en la infancia. Entonces echábamos a correr, despiertos como el sol ardiente, a través de nuestros días; entonces todo era posible y la vida duraba eternamente. Ya no retornaremos a aquellas alegrías mágicas, despiertas. Con todo, también nosotros tenemos viajes que emprender, y nuestro júbilo, cuando se produce, brota de tierras más profundas que el del niño; lo ha informado un mayor entendimiento, lo ha curtido una experiencia más amplia e intensa.
Tengo presente cierto día de primavera. Desde hacía varias semanas el tiempo se había mostrado de lo más frío y lluvioso. De improvisto, el Sol brilló como si Dios hubiese posado su mano sobre la Tierra. A los arces les brotaron sus retoños rojos; los pajaritos brincaban en el prado, y, por feliz coincidencia, mi esposo tenía asueto.
Sacamos el automóvil y nos metimos en un bosque, hasta el río. Tomados de la mano, nos recostamos sobre la arena ardiente de la ribera, uno al lado del otro. El aire estaba saturado del aroma del sol en los pinos y del suave rumor del agua. Apenas si hablamos y, sin embargo ningún chiquillo hubiera sentido un gozo tan intenso como el nuestro.
Esos ratos nos llegan como una bendición; son momentos en los que, como los niños, nos sentimos en paz con nosotros mismos y respondemos de lleno a la vida. Parece que resurge en nosotros la criatura que se oculta en nuestro interior, pero una criatura dotada de comprensión. Es vivir, primero que nada, con el maravilloso mundo que nos rodea. El solo hecho de haber nacido, de haber vivido… ¡ah, qué cosa tan hermosa!
A pesar de sus muchos defectos, el mundo es bello y merece nuestra gratitud, al igual que quienes lo habitan. Tan cierto es que los seres humanos se atropellan con frecuencia, como que con la misma frecuencia manifiestan piedad y comprensión. Y si no se comportan con bondad, es porque sus propios problemas los abruman. Nunca estamos más despiertos que cuando comprendemos esto y derramamos nuestro amor, olvidándonos un poco de nosotros mismos.
Viene a mi memoria cierta tarde de primavera en París, hace ya muchos años. Me sentía triste por la aparente traición de una amiga muy querida, y deambulaba sola por aquellas hermosas calles: la felicidad de quienes se cruzaban en mi camino me hacía daño. En eso vi las torres de Nuestra Señora. Atraída por su oscuridad, entré por una puerta lateral y, sin más, me encontré recorriendo la iglesia bajo la guía de un ancianito rechoncho que andaba de puntillas y desbordaba sabiduría.
Procuré en vano escuchar sus explicaciones; mi dolor fue creciendo y creciendo hasta avasallarme. De pronto empecé a llorar. Consternado, el anciano redobló su elocuencia. Cuando se convenció de que mi llanto no iba a cesar, se detuvo en una nave remota en la que un rayo de sol se escurría por las ojivas, me alargó la mano y me dijo dulcemente: “Apóyese en mí; aquí estoy yo”.
Y así permanecimos un breve instante, bañados por la luz, mientras la pena cedía a la comprensión. En una oleada de alegría y ternura vi y sentí el amor que impera en el mundo, la bondad de los hombres y las manos que se buscan. Era una presencia palpable que inundaba la antigua catedral.
Eso es vivir despierto; y vivir despierto es la tarea de todos antes de morir. Sin embargo, pocos la cumplimos. Casi siempre pasamos por encima de las cosas, aturdidos y confusos, como el que sueña y vive sólo a medias. Pero un día la brevedad del tiempo se nos echa encima como un final oscuro. No hemos hecho de nuestra existencia lo que esperábamos hacer; no hemos dicho lo que ansiábamos decir; aquellos a quienes queríamos expresar nuestro afecto, jamás lo recibieron; no compensamos los males que causamos ni hicimos rendir los talentos que nos dieron.
Y parece hecho de propósito, como si fuese lo superficial lo que realmente deseamos. Pero no; lo que anhelamos es vivir mientras tenemos vida, despertar antes de que llegue la muerte.
Y ¿cómo lograrlos? ¿Cómo volver de nuestro sueño mientras todavía es tiempo?
Ante todo, hay que abrirle paso a la luz del día. ¿Por qué huimos de la vida? ¿Por ahorrarnos esfuerzo, por eludir el verdadero despertar que desafía, ilumina, aclara y estimula? El miedo se siente, queramos o no; la solución estriba en dejarnos arrastrar por él lo menos posible. Aprovechemos las experiencias de la vida.
Otra manera de despertar es reconocer que somos imperfectos pero únicos. Un día comprenderemos que nunca, desde que el mundo es mundo, ha existido nadie como un mismo; que la humanidad jamás volverá a escuchar nuestra voz ni a sentir nuestras ideas, nuestra ternura y nuestra manera de percibir las cosas; a partir de ese momento nos negaremos a vivir pisando las huellas que dejaron otros en su caminar.
Busquemos los destellos de nuestro verdadero yo. Dediquemos algunos ratos a la soledad y al silencio; en ellos podemos descubrir nuestra identidad. Arriesguémonos a saber lo que realmente somos.
Y ningún precepto mejor que ese de volver al asombro de la infancia; buscar las ocasiones y aprovechar cada día, como hace el niño. De vez en cuanto levantémonos antes de la aurora y admiremos el milagro de la creación; o, por la noche, veamos cómo la luz de la Luna baña las calles desiertas.
“Haz uso de tus ojos”, escribió Helen Keller, “como si mañana fueras a quedarte ciego; escucha la música de las voces, el canto de los pájaros, como si mañana fueses a perder el oído. Toca todos los objetos, como si mañana fueras a perder el sentido del tacto. Aspira el perfume de las flores, saborea cada bocado, como si mañana fueras a perder el gusto y el olfato”.
Tenemos que vivir, es inevitable, entra la luz y la oscuridad, entra la vida y la muerte. Cada día salimos de las tinieblas a la luz y volvemos de nuevo a la caída de la noche. Ahora que me rindo al sueño… Esa sencilla oración habla del ritmo inmemorial de la vida.
Cuando hemos vivido un día de lleno con calor, corriendo al sol, riendo, amando, recibimos la noche con dulzura, sin lamentarnos. Quizá esa otra noche, esa noche más larga que llamamos muerte, nos llegue también dulcemente si hemos vivido de tal modo la existencia que haya sido una bendición para nosotros y para quienes nos rodean; sí, quizá llegue dulcemente y traiga consigo, como todas las noches que hemos conocido, un nuevo y fresco despertar.
Por Ardis Whitman*
*Ardis Rumsey Whitman (1905-1990), una escritora y conferencista, que contribuyó durante 40 años a la revista Selecciones (Reader's Digest) escribiendo centenares de artículos sobre relaciones humanas, problemas sociales, religión e iglesia. Sus libros incluyen "Meditations: Journey to the Self", "How to be a Happy Woman" y "I'm tired of Grandma".
*Ardis Rumsey Whitman (1905-1990), una escritora y conferencista, que contribuyó durante 40 años a la revista Selecciones (Reader's Digest) escribiendo centenares de artículos sobre relaciones humanas, problemas sociales, religión e iglesia. Sus libros incluyen "Meditations: Journey to the Self", "How to be a Happy Woman" y "I'm tired of Grandma".
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